A la luz vacilante de aquella vela las tres muchachas, entre risas agudas que disimulaban el nerviosismo que de seguro las invadía, bebían sin parar. No era para menos: afuera había noche sin luna y nos hallábamos en medio de las montañas, a demasiados kilómetros del pueblo más cercano. El refugio era apenas un cuarto vacío, con piso de tierra y una estufa a leña que no habíamos podido encender por falta de troncos.
Se trataba de un plan simple, emborracharlas y aprovecharnos de ellas, pero como suele ocurrir no todo salía según lo esperado: en vez de caer las muchachas se divertían como cosacos en un día de feria y su voluntad no parecía debilitarse en absoluto.
De pronto Lisa, una nadadora olímpica rubia de pelo corto, empujó a sus amigas, derrumbándolas hacia un costado; las risotadas se multiplicaron de inmediato. Con el típico comportamiento del ebrio que se sabe observado y por ello exagera su borrachera, las dos demoraron con carcajadas y torpezas el regreso a la posición normal. Bajo nuestra mirada apremiante terminaron sentándose en cuclillas mientras se escurrían las lágrimas provocadas por reír sin parar. Enseguida María Lina, desmintiendo su aire de colegiala flaca medio despistada, acarició el botellón con ademanes de actriz y en una broma obscena que sus amigas celebraron ruidosamente, se lo empinó tanto que quedó perpendicular al techo. (Pude apreciar el perfil palpitante de su cuello largo; la garganta subía y bajaba convulsionada por el acto de beber y reír a la vez. Poco a poco el rastro brillante se le extendía desde las comisuras de los labios, inexorable, y le confería a la piel un aura de irrealidad tan poderosa que me hizo chasquear la lengua).
Esto no duró mucho por de inmediato llegó el turno de María Celia, la convidada de piedra, la tercera imprevista (pero necesaria para que las otras agarraran viaje) que imitando a su amiga tomó el botellón con ambas manos y le prendió con un trago largo, profuso y espeso. Podríamos haber admirado su increíble resistencia para beber sin respirar, pero era una muchacha que además de sobrarle físico le faltaba gracia; inevitablemente, para que no decayera la fiesta, alguien le hizo cosquillas y ella explotó en manotazos violentos haciendo que la botella cayera y rodara por el suelo emitiendo un ruido sordo y hueco que escuché con alarma. Felizmente no se rompió, pero el vino moscatel que contenía se había derramado en abundancia.
Recuperé el botellón con un ademán brusco y las reñí por hacer peligrar nuestras provisiones con esas boberías. Ellas se limitaron a mirarme en medio de un silencio cargado de fastidio y luego a bajar la vista. Iba a proponerles un juego para superar el malestar causado por el incidente cuando de pronto ocurrió algo que bajo otras condiciones no hubiera significado más que una pausa sin ninguna consecuencia: una brisa fría me acarició la cara, viboreó entre nosotros y apagó la vela. Se hizo un negro total.
El impacto fue tan profundo que anuló la exclamación general: nos invadió una oscuridad asombrosamente monolítica, negrísima, donde sólo parecía existir el zumbido del viento de la montaña penetrando y colándose por cada uno de los agujeros del refugio.
—Michel, los fósforos —ordené sin ninguna necesidad porque ya sabía que los estaría buscando: es un tipo que pertenece a la categoría de perfecto boy scout.
—No me van a creer —habló, contra su costumbre, con una voz vacilante— No los encuentro.
Y enseguida agregó:
— Y no traje linterna.
Este silencio, a diferencia del anterior, cayó como una manta y anuló todo sonido por minúsculo que fuera. Parecíamos estar en una pecera. Michel era nuestro respaldo, nuestro guía-perfecto, el experto en la montaña: la garantía de la excursión. Esto no lo esperábamos. Yo, que había conseguido que Michel viniese, no lo esperaba. ¿Para qué quiere beneficiar uno a amigos con problemas de relacionamiento con las mujeres? ¿Para qué? ¿Para que te hagan esto?
No queríamos ni pensarlo (yo no quería ni pensarlo) pero todos sabíamos que, de ser cierto, sólo nos quedababa una opción: dormir. Y también sabíamos que Michel no se equivocaba: nunca hablaba al pedo.
Traté de pensar. Era inaceptable, habíamos caminado siete horas para venir solamente a dormir sin... ninguna gracia. El viento cambió de dirección. El zumbido se transformó y oímos el famoso ulular a través de todas las rendijas. Acerqué mi mano hasta la cara; nada, no se veía nada; sólo el negro absoluto. Busqué la rendija de la puerta (que los carpinteros llaman luz) pero sólo encontré negro, todo negro.
Miré directo a la oscuridad; quise penetrarla, encontrarle alguna grieta, algún volumen, una curva, un brillo, pero fue inútil; lo negro parecía querer entrarme por los ojos. Intenté no perder la calma y propuse que cada uno tanteara a su alrededor para ver si hallábamos los malditos fósforos. No podían estar lejos, lo importante era no perder la calma. Ninguno respondió, por lo que asumí que todos estaban de acuerdo y comencé, en cuatro patas, a tantear el suelo.
Un levísimo rumor de fricción de telas se originó en varios lados a la vez. El choque asordinado de un objeto contra el piso y luego otro más lejos y después otro, mucho más cerca, casi a mi lado, sobrevinieron sucesivamente. En cambio, el siseo mínimo que despedía el rozamiento de algo plano sobre la tierra se oyó en varios lugares a la vez. De pronto, el arrastre de otro objeto más pesado, siempre en dos veces, primero un peso, luego el otro, se repitió desde varios puntos, con una intensidad menor detrás de mí, como algo almohadillado y mucho mas fuerte adelante. La negrura se llenó de movimientos.
Alguien exhaló un suspiro suave. Un tintineo metálico que enseguida se asordinó y luego dos más, sonaron a mi izquierda. Una exclamación seguida por una risita ahogada antes de nacer y luego otro tintineo, el arrastre de objetos puntiagudos en fricción con la tierra del piso o el choque seco de cuerpos similares (¿un cabezazo?) fueron algunos de los sonidos que me rodearon mientras un inexorable sentimiento de inutilidad me iba vaciando por dentro los movimientos.
Esta sensación aumentaba a causa del mayor de todos los sonidos, el del viento rugiendo afuera. La furia con que azotaba al refugio era tal que amenazaba con descalabrarlo (goznes, clavos y maderas emitían su queja particular, su límite de resistencia).
Alguien preguntó hasta cuándo buscábamos, otro sentenció "no se ve un carajo", finalmente otro se dio por vencido con un “esto no sirve de nada”.
Resignados, optamos por lo único que podíamos optar: dormir. Oí el "zip" del cierre relámpago de un sobre de dormir seguido por el "flop" de una manta extendiéndose en el aire, el latigazo de un cinturón que se quita y cae, el "toc" apagado de un zapato que también cae, y el segundo "toc" inevitable, y luego, como en cascada, varios "zip" y "toc". Oí la fricción del nailon contra los cuerpos revolviéndose incómodos en el suelo, buscando posición, y otros sonidos mínimos sobre el fondo del bramido incesantedel viento. Después no presté más atención, perdí la cuenta y me dormí —o eso creo.
Había pasado un rato largo cuando una voz cerca de mi cabeza susurró:
—Esto espanta todo.
Me llamó la atención lo oscuro de la frase y automáticamente miré hacia allí como si la oscuridad absoluta pudiera permitirme ver algo. No sé, un perfil, algo, pero no hubo caso. No estaba seguro de quién era, si Lisa o Lina (sabía que no era la voz de Celia). Un contacto frío en el dorso de la mano me sobresaltó. Lo palpé. Era una botella, no, más bien parecía un botellín achatado, algo así como una petaca. Estaba cerrada. Me semiincorporé, la destapé y bebí un largo trago.
El líquido estalló en mi boca, en la faringe, en el esófago, tosí y tragué y expulsé líquido por las narinas. Como un ácido inflamable el aguardiente de ínfima categoría bajó por mi cuerpo y me quemó el paladar, la garganta, el esófago. No paró ahí, me ardió en el estómago, las vísceras, en el bajo vientre, el dolor me blanqueó la vista por un instante –vi una luz que calcinó la habitación– y sentí un clavo agudo justo detrás del ojo.
Apreté los dientes y estiré la mano para capturar a la graciosa y darle su merecido. Pero en ese momento el cuarto giró en redondo, de arriba abajo, y pude sentir –aunque no sé cómo– a la oscuridad poniéndose patas arriba para terminar volviendo luego a su lugar. Manoteé el piso, creo que la botella no se me cayó, y enseguida me aferré a mis rodillas, temblando ante el próximo giro de la casa –imaginé al viento como un tigre furioso dando zarpazos a la puerta– pero por suerte no se produjo. Sin embargo, de un modo inexpresable, la noche ganó intensidad, como si del negro compacto pasáramos a un profundísimo azabache que se te metía por los oídos.
Un agujero de mediano tamaño, con humedad carnosa –como la valva de un molusco– tocó mis labios. Quedé paralizado, quise decir algo pero la valva creció húmeda y caliente y se introdujo en mi boca, me apretó la lengua, me empapó el paladar con un fluido pegajoso. Mis dientes chocaron contra unas superficies pulidas, duras como piedras que no retrocedían sino que volvían a arremeter después de cada choque. Incliné hacia atrás la cabeza y mis labios rozaron una superficie seca y caliente. Reconocí el contacto de una piel, el volumen de un cuerpo que se aplastaba contra el mío. Me estaban besando.
Los labios de ella sometieron a los míos, su lengua, carnosa y fuerte, no paraba de revolverse dentro de mi boca. Su nariz, una y otra vez, rozaba la mía en forma violenta y pendular. Percibí que de esa piel emanaba un calor incómodo, caliente, pegajoso –una temperatura mayor de la normal–. Intenté contraatacar y posé mi mano sobre donde pensé que se hallaba la cabeza. Toqué algunos cabellos pero unos dedos aprisionaron mi muñeca y me la retiraron hacia abajo, hacia los lados. Me molestó no poder tocar la cabeza, porque quería identificarla.
Los garfios no me soltaron y, tras mi resistencia sucedió un pequeño forcejeo (yo trataba de deshacerme de ellos). Como no pude, cedí el control de mi mano, que fue de inmediato dirigida y presionada contra un pecho macizo, casi pétreo, cubierto por una tela liviana. No sólo éso, sino que logré distinguir, en la palma de mi mano, la punta del pezón erecto como una espina. Los garfios impusieron a mi mano un movimiento rotatorio al que accedí con mucho gusto. La espina amplió su agudeza y entonces la valva se despegó de mi boca –que quedó abierta, boqueando en el vacío– y arrancó mi otra mano, que estaba apoyada en el suelo, y la llevó hasta el otro pecho y le impuso el mismo masaje.
Sin poder evitarlo, la dureza y perfección de los senos me recordó a una extraña estatua que había visto hacía años (era un torso de mujer, sin brazos ni cabeza, pero los pechos coincidían con el capitel de una columna jónica: los senos eran las volutas y los pezones, el centro de cada una); los apreté para convencerme de su poderosa carnalidad, pero no pude alejar esa imagen.
De pronto, como si leyera mis pensamientos, se separó de mí con un empujón. Oí un roce de ropa y enseguida los garfios repitieron la operación, pero esta vez mis manos encontraron piel, se solazaron en la piel tersa, dura de esos pechos increíbles.
Ya no me importaba si era Lisa o Lina; mi mente y mis manos comenzaron a descender, a explorar; comprobé que el vientre de la estatua poseía la dureza y tersura esperadas. Me acerqué para besarla, pero sentí una molestia que me avanzaba por el tobillo. Era poco más que una cosquilla, algo finito, con múltiples patitas, que se me iba enroscando por la pierna. Quise ver –es un decir– de qué se trataba, pero la nalgas pesadas de la estatua se encabalgaron sobre mis rodillas extendidas. Estaba desnuda, lo que desplazó la molestia a un término muy secundario–supuse que sería alguna especie de insecto alargado trepando por la pierna. Con la intención de recuperar algo de la iniciativa, apoyé mis manos en su talle –quería contrarrestar su conducta bestial mediante gestos delicados–: deseaba atraerla y besar sus pechos, pero sentí la misma molestia en la otra pierna, algo alargado, del ancho de un lápiz, tal vez más largo, subía lenta pero tenazmente por mi pierna, lo que me causaba una cosquilla especial. Ya no me parecía tan secundario; decidí investigar.
Empujé levemente por la cintura a Lina o Lisa pero ella reaccionó con una fuerza imprevista: tomó mi cabeza y me la dirigió contra uno de sus pechos, apretándolo contra mi boca. El olor y el contacto con la generosidad de aquella carne embriagante hicieron que me olvidara de los insectos; abrí la boca y me dediqué a recorrer con mis labios ese torso caliente (demasiado caliente para mi gusto). De manera similar a cuando me había besado, la estatua tomó mi cabeza entre sus manos y comenzó a pasarla, en un movimiento pendular bastante fastidioso, de un pecho al otro, lo que me desconcentraba e impedía que llenase mi boca con la abundancia deseada.
Para compensar, bajé mi mano por su nalga derecha; comprobé la dureza de la carne y también su calor exagerado. Pensé que debía desvestirme, pero mi mano buscó el bajo vientre; alcancé a tocar tímidamente la frontera de los vellos púbicos mientras la suya caía en mi entrepierna. Me bajó la bragueta y me palpó: pude pasar su examen con una mediana erección. Sin dejar de besar –aunque levemente– sus senos, y a pesar de que uno de los lápices reptantes ya me rondaba la rodilla, bajé, decidido, la mano hasta su pubis.
Con ardor, atravesé la frontera e intenté llegar con mi dedo mayor hasta la vulva, que presumí húmeda, pero algo carnoso, rodeado de vellos y similar a un ombligo salido, me lo impidió. Pensé, con repulsión, en un grano –peor, en un forúnculo– o en un quiste; lo contorneé con la intención de seguir piel abajo pero me llamó la atención su diámetro –más de cinco centímetros– y su superficie –al parecer, estaba bastante hinchado. Por curiosidad, lo reconocí levemente con el índice, pero no logré establecer su real dimensión: el quiste era mucho más alto de lo que imaginaba.
Cada vez más intrigado, como si todo lo que me ocurriera o me pudiese ocurrir dependiera de ello, ocupé todos mis dedos en averiguarlo. Al contrario del resto del cuerpo sano, poseía una consistencia carnosa, débil, y –esto me intrigó más aún– su temperatura era escandalosamente fría. Lo rodeé con los cuatro dedos y experimenté con el pulgar su flexibilidad mortecina: abrumado por el descubrimiento, comprendí que no se trataba de un grano sino de un tumor, algo maligno, separado del cuerpo: una especie de cordón umbilical mayor, inerte y pendulante.
De pronto, un pensamiento inexacto se deslizó en mi mente y me hormigueó en todo el cuerpo. Olvidé la dulzura de esos pechos insuperables, el torso perfecto y arqueé las cejas –de eso estoy seguro– y miré hacia abajo, como si en la negrura pudiera encontrar una hendija, el desmentido que comenzaba a necesitar físicamente. (Sentía que mis sienes palpitaban de dolor y que no podía mover la lengua, de tan áspera y reseca). Sin una sombra de vacilación, la idea se impuso con rango de certeza: lo que tenía entre manos no era un tumor.
Palpé, cada vez con mayor terror, su carnosidad, su toque de flacidez, su invalidez –parecía apuntar hacia abajo–, su longitud desconocida, su aspecto venoso... era demasiado similar a un pene, un miembro viril, una verga. Di un respingo de horror y lo solté como si hubiera sufrido una descarga (noté o imaginé notar cierta vibración del pene al mismo tiempo).
Miré hacia los ojos de la estatua, buscando una broma, algún indicio de humor que me permitiera librarme de la impresión pero sólo encontré el previsible vacío negro. Ella me atrajo nuevamente, pero yo opuse mi mano izquierda sobre su pecho. Estaba aterrado y perplejo. Esa inexactitud, su carácter inimaginable y contradictorio con la portentosa realidad de ese pecho que tenía en la mano me llevó a no recharzarla completamente, sino a titubear, a decirme que no, que tal vez todo fuera producto del alcohol, o del sueño, pero esto también era risible, así que mientras ella avanzaba me dejé cálculos y regresé la mano hacia abajo, hacia el desmentido (debía haber una explicación). Otra vez los dedos tocaron tenues la piel floja, la falta de nervio del miembro en reposo, su aparente desidia, era real, algo inerte, hasta que de pronto el miembro vibró y se expandió dentro de mi mano y el vértigo me invadió: la oscuridad se tambaleó nuevamente y retiré las manos envuelto en las náuseas, lleno de asco ante aquel torso escultural tan cerca –y encima– de mí. Lo empujé sin pensar y a la sensación de suciedad siguió la de la urgencia por lavarme cuanto antes, pero las piernas aún sentían el peso del cuerpo, así que me revolví y sentí mal, mareado, el moscatel y el aguardiente chocaron contra las paredes de mi estómago pugnando por salir junto con la merienda, el almuerzo, el alimento de las últimas horas. Tan incontenible como la desorientación, el malestar me revolvía y se me resumía en el vientre. No podía pensar en dónde o en cómo. No podía olvidar esos pechos, esa suerte fabulosa sin desprenderme de la suciedad que impregnaba mi mano hasta que de repente, sin saber porqué, recordé que Michel había comprado una docena de chorizos con la idea de comerlos al día siguiente. Uní ese dato a la mísera leña que encontramos dentro la estufa –unos palitos largos y delgados, del todo inútiles para hacer un fuego decente– y lo relacioné con los largos insectos que reptaban dentro de mis pantalones. El carácter salvaje y humorístico de las chicas lo explicaba todo (mientras una me entretenía, las otras dos me incomodaban con los palitos, agregando el chorizo de butifarra).
Suspiré aliviado. Oí el borboriteo de mi vientre, temí vomitarle encima, el alud subió pero por suerte volvió a bajar. Comprendí que la fiesta había terminado: la broma de las tres había quedado al descubierto. Esta noche no habría sexo, pero —descubrí con alivio— eso ya no importaba.
Sonreí para mis adentros por la ocurrencia, por el susto descomunal que me habían dado las muy perras. Realmente habían sido ingeniosas y sobre todo audaces: de algún modo el disfrute de haber explorado aquel torso fabuloso compensaba el rídiculo y sufrir la experiencia del susto. Poco a poco lo bueno alivió esta mala impresión, y pude pensar en cosas más superficiales (por ejemplo: me picó la curiosidad por saber a quién pertenecía el torso estatuario; quien fuera sin duda alguna había sabido esconder muy bien sus atributos). Recreé las sensaciones y las imágenes basadas en aquellas sensaciones, y volví a carcajearme en mi interior ante la imagen de verme acariciando un chorizo crudo. Me dormí cabeceando con el pensamiento de que el ridículo no conoce límites y de que aquellas chicas eran terribles. Tuve sueños, con climas espesos y cuerpos cruzados cuyos detalles no recuerdo.
A la mañana siguiente el viento había cesado por completo y la luz hendía el refugio por todos los rincones; el estado del techo era deplorable y los rayos lo atravesaban con una facilidad que desmentía lo bien que habíamos pasado aquella noche en la montaña.
Vi a Michel, de pie, ordenando todo en su mochila mientras me observaba. La cabeza se me partía en varios pedazos y tenía la boca llena de una pasta biliosa y seca; a pesar de mi aspecto calamitoso moví los labios en algo que supuse una sonrisa. Miré hacia el otro lado: con la boca abierta que le daba un definitivo aire vacuno, Celia todavía dormía en la misma posición en que supuse se habría acostado. Las otras dos eran sendos revoltijos de cabellos hundidos en sus respectivos sobres de dormir, ovilladas en el intento por ocultarse de la furia de la mañana en la montaña, una luz que segundo a segundos agrandaba el refugio y lo llenaba de detalles ocres y marrones. Sonreí ante la idea de que a las mujeres no les importa su aspecto cuando quieren dormir.
Realmente tenía los huesos molidos y los músculos adoloridos, como si hubiera dormido con un peso encima y en la misma posición durante toda la noche. Busqué con la mirada a Michel y pregunté:
–Mmhm… y el chorizo ¿dónde lo guardaron?
El me miró divertido y cabeceó desconcertado por la pregunta.
— ¿Todavía te dura la borrachera?
Le hice un gesto con la barbilla, pidiéndole aclaración:
—Qué gracioso — y lo miré con rencor; él se encogió de hombros, y por toda respuesta, abrió su mochila y hundió en ella el brazo. Extrajo un paquetito de forma irregular envuelto en papel blanco, no mediría más de cinco centímetros de largo. Lo abrió como si contuviera una joya y me lo extendió.
–Si querés.
Dentro del papel arrugado estaba el chorizo, reseco y algo arqueado; vi que no superaba la palma de la mano de Michel.
—Sólo queda eso. Comimos casi todo en la subida.
Lo miré un rato y me quedé callado. Una sensación de vértigo me mareó. Algo no encajaba, algo no entendía. Me asomé al abismo de lo incomprensible y sentí náuseas, unas náuseas físicas. Esperé que se me pasaran pero hasta el mismo tiempo, junto con la montaña, todo parecía estirarse, no pasar.
Entre ronquidos de protesta las muchachas comenzaron a estirarse y a salir de los sobres. Vi sus cuerpos menudos, enfundados en equipos deportivos, en camisetas de manga larga y sentí que entre yo y el resto del mundo se abría una gran distancia, una distancia insuperable. Salí como si me costara caminar. El refugio tenía un alero grande, me apoyé en uno de los palos que hacía de columna y miré la planicie de la montaña: a lo lejos estaba el lago que se formaba con el deshielo y el sol pegaba con una luz blanca y brillante, como solo se ve allá arriba. Cerca de mi pie vi una botella vacía; la mitad a la intemperie, el resto bajo el alero. Me agaché a verla. La parte desprotegida, blanca de escarcha, virtualmente se había congelado. La dejé donde estaba y caminé unos pasos. Vi el refugio bajo la furiosa claridad del día, y luego las montañas: todo me pareció distinto, más animado.
Bajamos la montaña sin bromear: Michel adelante, ocupado como siempre en desbrozar el camino y en guiarnos sin demostrar, como la brisa que nos cortaba la cara, sentimiento alguno. Yo, ensimismado en un silencio hosco y aturdido; ellas en uno intrigado, lleno de preguntas sin respuestas.
Pablo Silva